Las
personas a las que se nos ha muerto un perro o un gato sabemos el cariño que se
les coge y cuando decimos que es “uno más de la familia” es cierto. Se le
quiere tanto o más que los miembros de la familia. Los que no han tenido nunca
una mascota no lo pueden entender.
Cuando
murió mi Chispi, lo incineramos en una empresa que hay en Sevilla La Nueva, un
pueblo cercano a Madrid y nos trajeron la cajita cuadrada de madera con las
cenizas, en una bolsita sellada, y una pegatina dorada con el nombre y el año
de nacimiento y de muerte. Jesús puso la cajita en la vitrina.
Cuando
se marchó a Bretó unos días a cuidar a sus padres, pensé que no me parecía bien
exhibir la cajita mi Chispi como si fuera un objeto más de adorno, así que la
puse en el suelo, al borde de la cama, debajo de mi almohada, donde él dormía
cada noche, cerca de mí. Y ahí está, en su rinconcito favorito. Y le echo de
menos un montón, y escribiendo esto se me han llenado los ojos de lágrimas.
Pero la vida continúa y hay que seguir “pa’lante”.
Todo
esto viene a cuento por el artículo que trae hoy El País, sobre qué hacer
cuando un perro o un gato se nos muere y se refiere a otra empresa similar de
Alcorcón. La perra de mi madre la enterramos en el cementerio de Arganda que
menciona el artículo. Y la foto del artículo es precisamente de este
cementerio.
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